El facsímil como herramienta de trabajo
Historia de una recuperación (I)
Desde finales del siglo XIX, el mundo editorial comenzó a ofertar una novedad hasta entonces nunca vista: se ponía a disposición de los lectores de cualquier condición el documento tal y como se conservaba en su lugar de custodia. Sin necesidad de desplazarse a ninguna institución civil o eclesiástica, particular o pública, los interesados podrían tener delante de sus ojos los documentos en fiel copia del original. En un momento en el que la fiebre por la bibliofilia se había extendido rápidamente por el mundo de la cultura, el cuidado y el gusto por el libro, por el ejemplar perfectamente acabado, por las páginas diseñadas en perfecta proporción, agradables y agradecidas de leer según los antiguos patrones estéticos, se vería enriquecido por la presentación en fotografía de unos pocos documentos elegidos para la gloria. Nacían así los modernos facsímiles, en realidad reproducciones fotográficas. Y era verdad, aunque como ocurre casi siempre en estas cosas, nada ni siquiera la idea era completamente novedosa. Fac-símil: su etimología está clara. Hacerlo igual, fabricarlo similar... cualquier sinónimo que se nos ocurra. A lo largo de sucesivas entregas iremos desgranando la historia de estas apasionantes colecciones según su antigüedad y géneros, según su impacto en los mundos de la interpretación y de la edición hasta alcanzar cotas de perfección en las reproducciones en las que no solamente se "clona" el propio contenido, sino la textura del soporte, el olor producido por la pigmentación de la piel y las tintas, la distribución codicológica de los cuadernillos y los más minuciosos detalles de cada uno de los originales, orientado siempre a los facsímiles cuyo contenido es de interés musical para la interpretación y, en definitiva, para el estudio y conocimiento de una obra, de un autor y de un período de la historia de la música. Y todo ello sin perder de vista las interesantes colecciones de facsímiles que se encuentran en la biblioteca de nuestra institución.
La falta de interés por la música del pasado a lo largo de los siglos, hizo del todo innecesaria la copia de antiguos ejemplares. Solamente, como más tarde veremos, las sucesivas copias del repertorio gregoriano en códices que eran sucedidos unos otros en función del deterioro de los primitivos y la posterior aparición de la imprenta conservaron cierta tradición en la interpretación de la música sobre originales escritos mucho tiempo atrás. Pero las innumerables copias que conservamos, realizadas a través de los siglos en multitud de instituciones y por los más diversos copistas y calígrafos, nos muestran cuán fluida era la sucesión de ejemplares sobre los atriles y facistoles de los coros, al mismo tiempo que nos hablan del cuidado en la conservación de los documentos que, por una u otra razón habían caído en desuso. Obviamente no todas las instituciones tuvieron el mismo cuidado, a lo que hay que añadir los factores externos como guerras, devastaciones y desastres naturales que diezmaron los lugares de custodia durante cientos de años. Los antecedentes directos de esta técnica, anteriores a la aparición de la fotografía, eran los simples calcos realizados por una mano maestra mediante la superposición física de papeles especiales al documento original, para reproducirlo con toda fidelidad, o -lo que era mucho más normal- la copia directa realizada por un experto dibujante o calígrafo, en la que se intentaba reproducir con la mayor fidelidad posible cada uno de los trazos y diseños del original a copiar. Contamos con excelentes ejemplos en muchos lugares, pero baste recordar aquí uno de los más eximios representantes en la España del Antiguo Régimen: el jesuita Andrés Marcos Burriel (+1762), calígrafo profesional -entre otras ocupaciones- que al servicio de la Academia de la Historia - y comisionado por el rey Fernando VI- dedicó parte de su trabajo a transcribir fielmente inscripciones, fueros y otros documentos antiguos. Para las copias de documentos musicales, contó con la habilidad de Francisco Javier de Santiago y Palomares (+1796), quien reprodujo de manera primorosa varios manuscritos de la antigua liturgia hispánica procedentes del fondo archivístico toledano, neumados con su característica notación in campo aperto, es decir sin ninguna línea de referencia a modo de pautado, y algunos folios de las Cantigas que incluso fueron reproducidos en la Paleografía Española del propio Burriel, publicada en Madrid en 1758.
De la misma manera que Burriel caligrafió estos ejemplos, uno de los primeros recopiladores de tratados teóricos musicales del medievo, Charles Edmond Henri de Coussemaker (+1876) presentó en algunas de sus publicaciones reproducciones a modo de calco de fragmentos con notación de antiguas fuentes de teoría musical. Para nuestra disciplina musical, la aparición de la fotografía y su difusión como "herramienta científica" coincide en el tiempo con el establecimiento de la musicología como ciencia, y como tal, ésta necesitaba del concurso de otras disciplinas: tomó sus modelos de otras como la filología, la historia o la arqueología y se sirvió las nuevas técnicas para presentar sus primeros resultados. Una de las consecuencias de la mentalidad romántica imperante en el siglo XIX fue no solo el interés por la música del pasado, sino el convencimiento de que, con la aplicación de los criterios filológicos a la investigación musical, se podría recuperar no solo la manera de interpretar la música de los "siglos oscuros", sino que lo que oiríamos fruto de esas investigaciones sería lo mismo que habían escuchado nuestros antepasados. Cosas de aquellos tiempos... Por un lado se acudió a estudiar febrilmente las fuentes con el fin de descifrarlas. Por ello, uno de los primeros problemas que hubieron de solventar los primeros gestores de la nueva disciplina fue el de la notación. Desde siglos atrás, los eruditos más variopintos siempre habían reparado en los manuscritos musicales antiguos como objeto de culto, algunos de ellos por su gran belleza –un caso excepcional y alabado durante generaciones por los estudiosos fueron los manuscritos de Guillaume de Machaut ahora en la Bibliothèque Nationale de París– y otros, por contener las obras del único repertorio que se había seguido interpretando a través de los siglos: el canto llano o gregoriano de la iglesia católica. Y siempre permanecía una constante al contemplarlos: éstos que tenían neumas puros sobre el texto, al no tener pautado eran "...quasi puteus sine fune..." es decir "... como pozo sin cuerda...", nada podíamos sacar de ellos. Aquellos y muchos otros contemporáneos de entre los siglos XIII-XVI a pesar de estar ya escritos en pautados de cuatro, cinco o seis líneas –en función de los usos, lugares y épocas– lo estaban en sistemas de notación desconocidos para la época. Había pues que buscar un soporte de teoría musical que avalara el estudio de cada tipo notacional, localizar las fuentes y concordancias de un estilo y, por fin, escribirlo en un lenguaje comprensible a los músicos y estudiosos contemporáneos, lo que desde entonces conocemos de manera general como transcripción. Ante esta situación, un nuevo debate se abrió en la incipiente musicología: ¿realmente el resultado de lo que se ofrecía al público ya plenamente transcrito y en un idioma comprensible para todos era el resultado fiel de lo que aparecía escrito en los códices? ¿O más bien se trataba de un "invento" de unos cuantos iluminados que trataban de hacer pasar por antiguo y original músicas a veces extrañas a los oídos y a los ojos de los oyentes? Los primeros afectados por este estado de cosas fueron los monjes de Solesmes. Desde mediados del siglo XIX se afanaban, guiados por la intuición de su abad restaurador Prosper Guéranger (+1875), en la devolución de la pureza la repertorio gregoriano, contaminado, vilipendiado, erosionado, mutilado –y no sé cuántos calificativos más empleados en la época– a través de los siglos, cuya interpretación era según ellos, una caricatura de lo que fue en sus siglos de esplendor, y cuyo aspecto incluso visual nada tenía que ver con las melodías "compuestas por san Gregorio" axioma creído y adorado por una tradición multisecular.
Su trabajo fue puesto en tela de juicio entre otros por los impresores de la entonces editora "oficiosa" de las melodías gregorianas, la casa Pustet de Ratisbona, heredera desde 1868 de los derechos de la famosa Edición Medicea salida de las prensas romanas de los Medici en Roma en 1614-1615, como resultado de los postulados del Concilio de Trento. El contencioso verbal y escrito entre cada una de las partes no tiene desperdicio. En realidad es una apasionante historia, digna de una novela de intriga entre sus protagonistas principales: el mítico editor de los 33 volúmenes de la Opera Omnia de Palestrina, Franz Xaver Haberl (+1910) por la parte de Pustet y el violonchelista y, a la sazón, benedictino André Mocquereau (+1930) quien probablemente harto de ver cuestionado su trabajo de arqueología musical con los primitivos neumas, decidió presentar una prueba irrefutable de su trabajo. Nada se inventaban los monjes. Todo era transparente. Su trabajo solamente se basaba en las fuentes más autorizadas que entonces se estaban descubriendo y trabajando. Para ello había que presentar al público en reproducción fotográfica las mismas fuentes que ellos tenían a su disposición desde hacía décadas. Surge así la idea de una magna publicación que aún hoy continúa siendo la decana de las ediciones facsímil en lo que a música se refiere: la Paléographie Musicale. En sucesivas entregas hablaremos más pormenorizadamente de ella.
En principio eran simples fotografías de manuscritos medievales, algunas de ellas de una calidad excepcional para la época y, a veces, incluso, únicos testigos de obras que han desaparecido en las dos últimas conflagraciones mundiales al haber sido asoladas algunas bibliotecas europeas. Esta idea supuso además un punto de partida para otras músicas. Muy pronto comenzaron a publicarse facsímiles de repertorios posteriores, poniendo a disposición de todos los interesados las fuentes de las primitivas polifonías mensurales del Ars Antiqua. Se dieron a conocer fuentes hasta entonces ignoradas y que, incluso para el caso español, disiparon para siempre una muy común idea que se venía arrastrando desde los comienzos de la disciplina musicológica: que en España no se había conocido la polifonía hasta la llegada de los músicos franco-flamencos como integrantes de las capillas reales. Los denodados esfuerzos de Barbieri (+1894) y de Pedrell (+1922) por demostrar que esto no era cierto y defender la antigüedad y calidad del arte musical hispano, se verían recompensados por la monumental edición de Higini Anglès (+1969) del Códice de las Huelgas (Barcelona, 1931) cuyo tercer volumen se consagra íntegramente al facsímil del manuscrito, continuando la tradición inaugurada en 1904 por el malogrado Pierre Aubry –en otro momento contaremos la historia de su muerte indefectiblemente ligada a un duelo a espada para dirimir una cuestión de honor por una "afrenta musicológica"– con su edición del manuscrito de Bamberg con polifonía de la etapa prefranconiana. Incluso la propia mentalidad de algunos musicólogos que, aunque no ajenos al facsímil decidieron ocuparse de conservar y difundir el antiguo patrimonio musical de la iglesia, hizo que no renunciaran siquiera a presentar en sus versiones las antiguas grafías, reproduciendo obras de manera diplomática en sus peculiares "transcripciones" de manera que hoy podemos ver en sus trabajos verdaderas reproducciones de las antiguas fuentes. Es el caso casi único del sacerdote ítalo-germano Laurence Feininger (+1976) y sus reproducciones a modo de cuadro de estudio de las obras de Guillaume Dufay (+1474) conservadas en los famosos códices de la Biblioteca del Castello de Buon Consiglio de Trento. Si bien es cierto que son copias para estudio realizadas a mano y a modo de tablas comparativas, no lo es menos que el respeto por la antigua grafía transcrita por Feininger las presenta en la actualidad como el puente entre el original y la moderna edición diplomática, respetando las figuras de manera escrupulosa. Orientado, es verdad, a otros fines –en este caso a la preservación del canto llano y la polifonía en la liturgia– Feininger se vio aislado por las decisiones del Concilio Vaticano II, lo que posibilitó que aún con más ahínco dedicara sus esfuerzo a una doble vertiente: la ya mencionada copia diplomática de los manuscritos trentinos y la búsqueda por todo el mundo de originales que, a causa de las mismas decisiones conciliares, quedaron en desuso en las iglesias de todo el orbe católico. Como resultado, la biblioteca Feininger de Trento contiene hoy una de las más variadas colecciones de manuscritos e impresos litúrgico-musicales, testigo del ansia recopilatoria de un personaje único en su época.
El interés por conocer la música del pasado no solamente pasaba por la recuperación de los instrumentos –los conservados o construidos imitando las antiguas formas y técnicas a partir de distintas fuentes documentales– sino por la recuperación de la grafía que vieron aquellos ojos y que escucharon aquellos oídos para que así pudiéramos nosotros comprender mejor la relación entre la música y los músicos en tiempos pretéritos. Muy pronto se comenzarían a publicar reproducciones facsímiles de los más variados repertorios: tablaturas de todo tipo de instrumentos, libros de coro de gran formato las más de las veces reducidos al formato folio actual, pero en algunos casos –pocos, ciertamente– a tamaño natural, la mayoría de los casos fotografiados, pero en otros en reproducciones anastáticas que habían sido relativamente frecuentes para reproducción de documentos antiguos antes del advenimiento de la fotografía. Recordemos aquí que una edición anastática consiste en la obtención de una piedra litográfica a partir de un impreso, mojando el original con una solución acuosa de goma arábiga para luego entintar el papel de la reproducción con un rodillo impregnado con tinta grasa. En la mayoría de los casos, las reproducciones facsímil se hicieron con la simple técnica de la fotografía en blanco y negro, dejando como muestra en algunas ediciones uno o dos folios en color para dar una idea de cómo es el original. En algunos casos, el no poder respetar el color de los originales supuso un problema a la hora de utilizar los facsímiles. El ejemplo más claro lo encontramos en algunas ediciones impresas de los vihuelistas a lo largo del siglo XVI y editadas en el XX por la casa Minkoff. Las cifras correspondientes a la parte vocal, –en muchas de las obras para vihuela y voz– impresas en color rojo para que el cantante y el instrumentista la distinguiera bien, lo fueron en negro en la edición alemana haciendo imposible –o muy difícil– su interpretación directa.
Pero la publicación de los facsímiles nos permite hoy saber mejor que nunca cómo pueden estar manipuladas las transcripciones. Y no me refiero ya a las adiciones de dinámica y agógica de manera anacrónica en muchas de las versiones, sino en la pura y simple elección de compases modernos, en las indicaciones de todo tipo que pueden afectar desde a la colocación del texto en la polifonía o a la digitación de tal o cual pasaje. Para ello surgieron las ediciones Ur-Text, para evitar todos aquellos "desmanes editorial-musicológicos" que en manos de intérpretes no demasiado informados corren el riesgo de convertirse en algo lejano al espíritu original de las obras. Igualmente los facsímiles han permitido establecer los procesos de composición que, a lo largo del tiempo, han cambiado una obra y que, como resultado, nos la han presentado de una manera definitiva. Evidentemente, un trabajo tan complejo en un compositor como Beethoven, cuya acción compositiva es complicada, como se demuestra a cada paso consultando sus manuscritos, necesita la consulta directa de los originales. Pero el que, gracias a esa técnica de reproducción, los amantes de la música del genio de Bonn tengan a su disposición su grafía, para poder contemplar que, para él, componer no era una tarea fácil, a veces llena de obstáculos, un verdadero parto creativo, no redunda sino en beneficio de la comprensión de las obras del compositor. De igual manera, un original de Mozart revela todo lo contrario, la rapidez y pulcritud con la que la primera idea se anota y enriquece, sin apenas cambios en todas las obras. Desde hace años disponemos en el mercado de un ejemplo pionero de presentación de un facsímil de una de sus obras que acompaña a una grabación. Se trata de su Requiem KV 626 de la casa Deutsche Harmonia Mundi a cargo del coro Arnold Schönberg, el Concentus Musicus Wien, todos ellos dirigidos por Nikolaus Harnoncourt. La grabación incluye una opción de visualización del original mozartiano al mismo tiempo que se realiza su audición. Con este tipo de presentación facsímil se avanza incluso un paso más en la utilidad de estas reproducciones para, por ejemplo, el análisis de lo que realmente fue compuesto por Mozart, qué añadido por su discípulo Süssmayr (+1803) y el porqué de otras versiones como las más modernas de Franz Beyer o Richard F. Maunder.
La revolución digital –precedida y aún no sustituida del todo por la edición facsímil en color, en algunos casos de altísima calidad, pero a precios prohibitivos para los estudiosos profesionales y solamente al alcance de instituciones o de adinerados bibliófilos– ha hecho que hoy tengamos a nuestra disposición las más variadas bases de datos con reproducciones –en algunos casos de muy alta resolución– de alto interés musical. La ventaja de estas reproducciones sobre sus predecesoras sobre soporte papel son variadas. Si la calidad lo permite, podemos escudriñar, aumentando la imagen, los más minúsculos detalles, distinguir manos de copia, momentos sucesivos de escritura, adiciones y correcciones que en muchos casos revelan un estadio relativo a la interpretación sucesiva, revelado por los cambios de color en las tintas. Particular interés revisten las reproducciones de los manuscritos que han sufrido un proceso de palimpsesto; esto es, reescritura sobre un pergamino previamente usado para otro fin. Elaborarlo necesitaba una laboriosa preparación que consistía en sumergir el pergamino en leche durante unas horas, para después raspar con piedra pómez el antiguo contenido. Tras el proceso de secado, el soporte animal estaba de nuevo preparado para recibir una reescritura con un texto completamente nuevo. Así, muchos manuscritos cuyo contenido era un "inservible" texto clásico, fueron aprovechados para escribir sobre ellos cantos litúrgicos pertenecientes al gradual o al antifonario. De la misma manera el paso del tiempo fue haciendo mella en el estado de conservación de algunos pergaminos, por no hablar de aquellos manuscritos –e impresos– que, reutilizados como encuadernaciones de legajos notariales o simplemente como refuerzo de las ligaduras ya existentes, se encuentran muchas veces en deplorable estado de conservación. De su recuperación se encarga el proyecto DIAMM -Digital Image Archive of Medieval Music con interesantes resultados que permiten recuperar los estratos inferiores de la copia y mejorar incluso la visión del propio original mediante el tratamiento digital de las imágenes.
Bibliografía de referencia
AA.VV., Paléographie Musicale. Les principaux manuscrits de chant grégorien, ambrosien, mozarabe, gallican, publiés en fac-similés phototypiques, Solesmes, 1889
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GRIER, James. The Critical Editing of Music. History, Method and Practice. Cambridge University Press, 1996 (trad. castellana: La edición crítica de la música. Historia, Método y Práctica. Akal, 2008)
LEECH WILKINSON, Daniel. The Modern Invention of Medieval Music. Cambridge University Press, 2007
BOYNTON, Susan. Medieval Song and the Construction of History in Eighteenth-Century Spain. Oxford University Press, 2011
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