Cien años de canción y music hall
Esperada reedició del llibre de Manuel Vázquez Montalbán
L'escriptor Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), abans que s'iniciés la recuperació de gèneres populars com el cuplet o el music-hall, ja havia posat lupa, oïda i ploma sobre aquestes músiques, oblidades per l'acadèmia però àmpliament estimades i recordades durant generacions. El seu llibre Cien años de canción y music-hall, editat el 1974 i feliçment reeditat de nou per Nortesur, és encara una referència obligada per retrobar intèrprets i pràctiques musicals populars des de 1875 fins l'any en què fou editat. La nova edició arriba presentada per un pròleg de la professora Sílvia Martínez, que reproduïm seguit d'un fragment del text de Vázquez Montalbán.
Prólogo
Vivimos rodeados de canciones: canciones de amor, canciones de autor, canciones para bailar, canciones comprometidas, canciones revolucionarias, canciones de rabia y desamor, canciones insulsas difundidas machaconamente por la radio... Con poco más que unos versos y una melodía, esta fórmula musical constituye el formato estrella de la música popular.
Manuel Vázquez Montalbán, escritor que en su faceta ensayista abarcó campos tan diversos como la política, la gastronomía o el cine, estaba convencido de que seguir la pista de las canciones que se han fijado en la memoria colectiva de un país es uno de los medios más efectivos para comprender su historia sentimental. A esos cánticos que reinaron en los escenarios y en los espacios populares, a menudo desdeñados por intelectuales y estudiosos debido a su presunta falta de valor estético, está dedicado este ensayo.
Cien años de canción y music hall nos muestra un amplio panorama de la producción musical española, desde la Restauración borbónica de 1875 hasta la publicación de la primera edición del libro, en 1974. Con una mirada global que pivota entre los dos grandes ejes de la escena musical patria, Madrid y Barcelona, no descuida las conexiones internacionales con París, Nueva York o Latinoamérica, en una escena que ya tenía vocación global mucho antes de la invención de la World Music. Montalbán nos relata las andanzas de la Bella Otero en París y las incursiones en los escenarios de Broadway de Conchita Piquer o de una Raquel Meller que llegaría a ser portada de la influyente revista neoyorquina Time en 1926, del mismo modo que analiza la llegada de Josephine Baker y Maurice Chevalier, o el éxito de Antonio Machín y tantos cantantes latinoamericanos que pasaron a formar parte del paisaje canoro español en la postguerra.
Este texto es un estudio sorprendentemente adelantado a su tiempo. En primer lugar porque se ocupa de un tema al que musicólogos, sociólogos y estudiosos en general dedican hoy su atención con cierta frecuencia pero al que hace cuarenta años, cuando se editó esta monografía, la mirada acadèmica apenas había osado acercarse. Todo lo más los investigadores pasaban de refilón por el mundo de la zarzuela, la tonadilla y los teatros musicales, en incursiones que arribaban a las músicas populares en su viaje desde las músicas «nobles», merecedoras de toda su atención. Tuvo que llegar el siglo XXI para que empezara a consolidarse en España una tradición de estudios capaz de considerar, comprender y explicar la compleja producción cultural de la música popular, ocupando cierto espacio en las universidades y en los intereses de las humanidades y de las ciencias sociales. La ausencia de una tradición de trabajos de documentación sistemática y de localización de fuentes complica mucho esa mirada crítica y analítica sobre la historia de la música popular. Por ello este texto, que contiene una ingente recopilación de referencias, informaciones y citas hemerográficas excavadas a pico y pala en las canteras de la historia, se ha convertido en una obra de referencia imprescindible.
Es cierto que el autor no sigue los cánones eruditos y a veces encorsetados de las publicaciones académicas, obligatoriamente prolijas en citas bibliográficas y notas a pie de página. Por el contrario, es un maestro alternando los fríos datos con los análisis de los textos de las canciones, y enlazando sus impresiones personales con extractos de textos de referencia escritos por Ángel Zúñiga, Álvaro Retana, Sebastián Gasch, Matilde Muñoz, José Subirá, Luis Cabañas Guevara y tantas otras firmas reconocidas. A lo largo de las páginas, el lector verá trenzarse una magnífica historia de la canción basada en notas biográficas, en crónicas periodísticas de época y en retazos de los mejores ensayos sobre el teatro musical, las intérpretes del cuplé o el Paralelo barcelonés. Por ello el resultado seduce por igual al estudioso deseoso de sumergirse en la historia cultural del país, al lector interesado en descifrar las claves de la música popular y a cualquier amante de la música y de las canciones de siempre.
Otro aspecto que convierte este libro en un texto atípico es la peculiar mirada que Montalbán arroja sobre el conjunto de la historia de la música. Lo que le interesa no son tanto las categorías musicales en sí mismas, sino los modos en que la gente se apropia de los productos culturales. De ahí su concepción poco jerárquica de la música, y que muestre desdén por las fronteras que separan, según el enfoque tradicional, los ámbitos de la música clásica, la música tradicional o folk, y la música popular urbana, así como los rankings de nobleza dentro de esta última, considerando por igual una romanza de zarzuela, un cuplé sicalíptico, un foxtrot o un rock and roll. Por sus páginas desfilan, codo a codo con cupletistas y bailarinas, los tenores y barítonos de principios del siglo XX, desde un popular Manolo Utor, apodado «El Musclaire», que debutó fugazmente en el Liceu en 1903 para acabar malvendiendo sus canciones en tabernas de mala muerte, hasta el exquisito Emili Vendrell. Pero sobre todo está su manera de considerar la historia de la canción como una historia de los intérpretes y de las prácticas musicales. Montalbán pasa de refilón por los autores (ya se trate de Barbieri, Vives, León-Quintero-Quiroga, Augusto Algueró o Agustín Lara, por citar algunos de los más relevantes), para centrar su mirada en los cantantes, esos «animales escénicos» que se convertían en ídolos de masas. Y, entre tantos cantantes, destacan la atención y el mimo con que el autor documenta la aportación de las mujeres, desde las intérpretes del cuplé afrancesado hasta la canción española o, décadas más tarde, figuras del pop o de la canción protesta, a las que dota de un espacio privilegiado, caro de ver en la historiografía oficial.
Montalbán abarca con erudición y respeto el pasado lejano, para volver su pluma mucho más mordaz a medida que avanza en el retrato sonoro del siglo XX. Primero al analizar el paso de la cultura escrita a la cultura audiovisual que despunta en 1918 y se consolida en el período de entreguerras, cuando la radio, fuente privilegiada de difusión musical hasta entonces, va abriendo paso al cine, plataforma que catapultará a las grandes estrellas de la canción de entreguerras, como Imperio Argentina o Estrellita Castro. Ya en la segunda mitad del siglo, su relato documenta exhaustivamente el paso de la autarquía musical del Franquismo a la «subcultura canora de la extranjería» que imperará a partir de la década de 1950, destacando el papel de unos festivales de la canción con los que España emulaba el modelo del Festival de San Remo y ponía sus playas y sus cantantes en el punto de mira del turismo europeo. Nos retrata, tras la llegada del jazz y del rhythm and blues, el desembarco de los conjuntos británicos, que darán lugar a lo que denomina con sorna la «conjuntivitis» patria: el alud de grupos musicales –«conjuntos» en la época– que marcó el inicio de cierta modernidad musical. En esa segunda mitad del siglo XX se pasean por estas páginas Elvis Presley, Paul Anka, Johnny Hallyday y demás precursores del mítico Dúo Dinámico, sus twist y los nuevos tocadiscos que marcarían «la dictadura de lo juvenícola». Sin olvidar la otra cara de la moneda, la cultura popular más cultivada que, de la mano de la burguesía ilustrada catalana, importará la canción francesa más comprometida, cuna de la Nova cançó y demás movimientos que hicieron de la canción su particular modo de lucha política.
A pesar de su conocido marxismo militante, la lectura que ofrece el autor del papel de los medios de comunicación y de la industria discográfica en la difusión de la música popular lo acerca a perspectivas muy actuales de la crítica cultural. Sin negar el poder manipulador de los medios, similar en ocasiones a las constricciones políticas del momento, el texto explora la capacidad de resistencia, negociación, participación y apropiación por parte de la gente de a pie ante los productos de la industria cultural. Cuando hoy en día los estudios de música popular se vuelcan, por fin, en entender las raíces de la música del presente, echando la vista atrás y revisando qué pasó, qué nos pasó musicalmente antes de la llegada del rock and roll, este texto aporta un inteligente ejercicio de reconstrucción histórica que es, a la vez, una comprometida reivindicación de la música y de la cultura popular.
Texto de Manuel Vázquez Montalbán:
La restauración que no cambió casi nada
En 1874 el golpe de Estado del general Martínez Campos restauraba la monarquía borbónica española e iniciaba el período históricamente conocido como de la Restauración. El período tiene una duración homologada entre 1875 y 1923. Lo abre un golpe militar y lo cierra otro golpe militar, el del general Primo de Rivera. De hecho, la Restauración fue un mero cambio formal al servicio de un mismo contenido que había pretendido alterar la Primera República. La sociedad española vivió presa de los mismos fantasmas, encadenada al mismo anclaje histórico, alejada de las singladuras por entonces recorridas por las naciones industrializadas. Una España agrícola, con una precaria burguesía urbana constituida mayoritariamente por funcionarios, nobleza campesina, comerciantes, con un proletariado recién llegado del campo, recién establecido en los barrios viejos de Barcelona, Bilbao, Sevilla o Valencia; esa España va a sentir y expresarse en función de lo que es. Con la inseguridad del que ha perdido el tren de la historia, da bandazos del culto a lo tradicional a la papanatería por lo que llega en los trenes del «extranjero». No es caprichoso, pues, que los cien años de canciones comiencen por la polémica entre la ópera y la zarzuela.
La primera era el producto de una sociedad refinada y romántica, triunfalista por la reciente unidad nacional, como era la sociedad italiana. En España hubo una aceptación mimética y esnob por parte de la burguesía y la aristocracia de las ciudades, mientras sobre las capas inferiores prosperaba el gusto por la zarzuela. Si la ópera estaba concebida como un drama musical en el que música y letra se unificaban dentro de una misma estructura, la zarzuela enseñaba sus orígenes saineteros y el diálogo sin música rompía la identidad entre palabra y música, como si un pueblo nervioso necesitara tranquilizarse en treguas de melodía y aclararse a sí mismo lo que se estaba diciendo.
El oyente de ópera degusta una unidad de lenguaje en la que no puede separar la música de la letra, ni las voces y los instrumentos que transmiten una y otra. El oyente de zarzuela contempla la unidad musical como un episodio en un mar de diálogos que le relajarán y le obligarán a una menor tensión oyente. Hay, pues, por una parte una línea tradicional y por otra un afán de facilitar la comunicación que en parte traduce la desgana de un pueblo para grandes modificaciones y excesivas atenciones.
Emilio Arrieta, Joaquín Gaztambide, Francisco Barbieri y Manuel Fernández Caballero son los grandes compositores que encarnan en sí mismos la contradicción entre lo extranjero y lo nacional. Construyen óperas y zarzuelas en un intento de no perder pie en lo que lleva mayúscula y en lo que con minúscula obtiene la aceptación masiva del pueblo. Marina de Arrieta fue estrenada como zarzuela en 1855 y reestrenada como ópera en 1871. Ruperto Chapí será otro compositor perpetuamente vacilante entre la mayúscula y la minúscula. No faltaron críticos de la época que le reprocharan «desperdiciar» sus facultades en la realización de zarzuelas. Pero, lentamente, sobre las líneas fijadas por Barbieri o Fernández Caballero, la zarzuela va consiguiendo una soltura lingüística que pronto le permitirá productos notables y casi competitivos con la ópera. En 1894 se estrenaba La verbena de la Paloma de Tomás Bretón. El público reivindicó a partir de entonces un derecho a calificar el género con mejores adjetivos. Y en parte lo solicitaba porque en las ciudades proliferaban teatrillos y cafés concierto donde se cantaban piezas cortas en parte derivadas de la tonadilla escénica y en parte de cantables que llegaban de más allá de los Pirineos. Nacía así un género ínfimo que por su mera existencia aumentaba la graduación del género chico.
El fantasma de la ópera
La polémica entre «zarzuelistas» y «operistas» divide a la afición teatral española de la segunda mitad del siglo XIX. La zarzuela se remonta al siglo XVI como fórmula teatral que habían acometido incluso Calderón o Lope de Vega. Se convierte en un «gusto Guadiana» que se entierra y desentierra según la mayor o menor extranjerización del gusto, según el menor o mayor talante nacionalista del poder. En 1799 nos encontramos una real orden que prohíbe «representar, cantar y bailar piezas que no sean en idioma castellano y actuadas por actores y actrices nacionales o nacionalizados en estos reinos». Fruto de esta protección que renacería con el triunfo del absolutismo fernandino es el esplendor del género a partir del estreno de Los enredos de un curioso (1831) y de la construcción de su catedral: el madrileño Teatro de la Zarzuela (1856).
Sería erróneo ligar esta primitiva zarzuela con el gusto popular. El pueblo sólo llegaría a la «zarzuela» a comienzos del siglo xx y siempre a través del género chico. La zarzuela del siglo XIX es una opción a la ópera, que satisface la demanda de las clases altas o medias exactamente igual que aquélla. Los Barbieri, Arrieta, Fernández Caballero, Gaztambide, Chapí o Bretón ensayaron una y otra fórmula, vacilantes entre la nobleza internacional de la ópera y la nobleza nacional de la zarzuela.
El Teatro Real y el Liceo barcelonés fueron las catedrales de la ópera. El primero fue una creación regia, sostenida sobre las piernas de la corte y la vida sociopolítica madrileña. El segundo fue creación de la burguesía catalana imbuida del espíritu de la primera Renaixença, que tuvo su expresividad en actos tan diversos como las representaciones del Liceo o la promoción del modernismo en la espléndida arquitectura barcelonesa de comienzos de siglo.
En Madrid la ópera tenía tan altos paladines como la familia real. De creer a Matilde Muñoz (Historia del teatro en España), hasta Isabel II tuvo el gusanillo de la ópera y cantaba en su teatrillo privado piezas de Cimarosa, Mercadante y Rossini. Amadeo I prosiguió la protección, con el entusiasmo que todo italiano sentía por un género que por entonces, a la espera del genio de Wagner, no tenía otros apellidos que los italianos. Enrico Tamberlik, Adelina Patti, la Barilli son las figuras de la transición hasta la proclamación de la Primera República, con repertorios de compositores italianos en los que a veces se introduce alguna obra autóctona.
El período de la Restauración tiene sus gigantes, los tenores Angelo Masini y Julián Gayarre, este último el cantante preferido del rey Alfonso XII. Una canción rememorativa de aquellos años dice: «Alfonso XII volvía de los toros, / Julián Gayarre cantaba en el Real».
La crítica especializada se compromete en la polémica sobre si nuestros compositores se autodisminuyen componiendo zarzuelas. Los Barbieri, Chapí, Arrieta fueron inculpados, como el propio Hilarión Eslava. Pero el proceso era irreversible. A medida que cuajaba un nuevo público de clases medias, la zarzuela vencía a la ópera, que se refugiaba en estrictas catedrales, mientras la zarzuela llenaba toda clase de teatros. El balance operístico hispano que ha sobrevivido al juicio de los tiempos es precario: Marina de Arrieta, La tempestad de Chapí, La Dolores de Bretón y, ya en el siglo XX, Las golondrinas de José María Usandizaga. Pero ya es un síntoma que la fama de Chapí se la deba a La Revoltosa, no a La tempestad, y que la de Bretón aparezca indisociable de La verbena de la Paloma.
De lo serio a la parodia
Este clima de polémica entre la ópera y la zarzuela tiene su parte seria y su parte paródica. A la primera pertenece Marina, la ópera española que más y mejor ha sobrevivido en los repertorios nacionales, en unión de Maruxa. Marina ha conseguido crear una memoria popular hacia sus letras, como la famosa aria del tenor:
Jorge
(De pie sobre la lancha.)
Costa la de levante,
playa la de Lloret,
dichosos los ojos
que os vuelven a ver.
(Salta a tierra y los amigos le rodean.)
Coro
El cielo a esta orilla
te trajo con bien:
de amigos que te aman
recibe la prez.
(Jorge abraza a algunos, y luego se acerca a la bocaescena,
mientras los demás rodean y festejan a Roque.)
Jorge
(Aparte.) (No es verdad que con la ausencia
del amor se extinga el culto:
si en el alma vive oculto
con la ausencia crece más.
Es un fuego que no apaga
la distancia más remota,
un fanal que el mar azota
sin matar su luz jamás.)
Pascual, amigos míos,
Marina, ¿dónde está?
Pascual
Por tu feliz arribo
al templo se fue a orar;
ya vuelve, Jorge, mírala;
corriendo viene acá.
También se ha popularizado el canto al vino como complemento a las insuficiencias vitales de todo tipo:
Jorge
¡Adónde vais huyendo
las ilusiones,
que nos dejáis sin vida
los corazones,
y en pago del tormento
de tanto amar,
se va el suspiro al viento
y el llanto al mar!
Coro
A beber, a beber, a ahogar
el grito del dolor,
que el vino hará olvidar
las penas del amor.
A beber, a beber, a apurar
la copa del licor,
que el vino hará aumentar
los goces del amor.
Pero no faltaron parodias de la ópera italianizante como la de El dúo de La africana, sátira de la ópera La africana. El género chico arremetía contra la gravedad de la ópera y conseguía una burlesca distanciación crítica:
Querubini
Giussepini: ¿tú voi essere felice?
Giussepini
Sí; mas no es fácil.
Querubini
Casa mia figlia.
Giussepini
¿Tu hija?
Querubini
Ella é pura come gli ángeli.
Casa mia figlia. E una bambina
interesante, graziosa é fina.
Non gasta niente, tú bien lo sapi,
é va vestita con cuatro trapi.
Non proba apena gli macarroni,
perche ella vive degli ilusioni.
Sempre ha conmigo buona contrata.
Infine, é buona, bella é barata.
Giussepini
Yo no he nacido para casado,
porque estoy siempre muy delicado.
Adoro el arte, cantar me halaga,
y el matrimonio la voz apaga;
y entre caricias y asiduidades,
se pierden todas las facultades.
Amo la escena, y ése es mi puesto.
Yo quiero siempre vivir honesto.
Querubini
(¡Ah, frippone! Non ha forza
per casarsi questo tio.
¡Ah, canaglia maledetto!
Egli ha forza per un lio.)
Giussepini
(¡Ah! ¡Qué largo! ¡Qué cuquito!
¿Quién lo pudo sospechar?
Con la niña impertinente
me quería emparejar.)
Querubini
Non ho detto niente.
Giussepini
(Somos dos tunantes.)
Querubini
Tan amici siamo...
Giussepini
Como fuimos antes.
Querubini
Per tu bien lo dico.
Giussepini
Por mi bien, es claro.
¡Caro amico!
Querubini
¡Sempre uniti!
Giussepini
¡Siempre, sí!
Querubini
(¡Ah, canaglia, malandrín!)
Giussepini
(¡Ah, bendito Querubín!)
Los dos
(Abrazándose.) ¡Ah! Siempre así.
La presentación en el templo
Pero la zarzuela, el género chico, no entraría en los templos de las Academias hasta abril de 1892, mediante el discurso de Antonio Peña y Goñi leído ante la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Este compositor, crítico, musicólogo español del siglo XIX, permaneció en un relativo olvido hasta la publicación por Alianza Editorial de una selección de su obra La ópera española y la música dramática en España en el siglo XIX con el título: España desde la ópera a la zarzuela. La selección se cierra con su discurso de ingreso en la Real Academia de San Fernando, que constituyó algo así como el reconocimiento de la cultura, con mayúscula, a un género que había nacido prosperando sin otra base que la aceptación popular:
«Al calor del pueblo nació la zarzuela; la gestación popular fue para ella larga y dolorosa, pero presidió un alumbramiento feliz y le prestó músculos de acero, llenó su sangre de glóbulos rojos, le comunicó fuerza y vigor admirables para hacer frente a las contingencias de lo porvenir. Se crió en medio de la calle, como retoño de desheredados, y creció y se desarrolló a la intemperie, al aire libre, curtiendo así su cuerpo, templando así su alma en el regazo del pueblo, donde halló abrigo y amor. Ese amor y ese abrigo le han bastado para crecer y vivir sin el auxilio de nadie. Ella, que tenía y tiene más derecho que la ópera italiana para pedir el auxilio oficial, no lo ha reclamado nunca. La han abandonado a sus propias fuerzas, y así ha vivido y vive aún, sola, independiente, orgullosa en su aislamiento, porque le basta el cariño del pueblo para cantar sus pesares y endulzarlos, para celebrar sus alegrías y propagarlas, para adquirir, en una palabra, derechos de inmortalidad.
»Alarcón veía en la melodía de la ópera italiana “el aliento de Dios”. Yo veo en la zarzuela el aliento del pueblo y reclamo el abolengo divino para las melodías populares con más justicia que el insigne escritor: Vox populi, vox Dei.
»El alma de la zarzuela es el alma del pueblo, son sus cantares, sus tristezas, su júbilo, su expansión. La media tinta domina en ella; no es ampulosa, no es doctoral; vive en la plaza pública y no en el ateneo, y ostenta como cualidades nativas la claridad, la sencillez, el gusto, la proporción.
»De ella puede decirse lo que Heine dijo de la ópera cómica francesa, puede decirse que posee la gracia serena, la dulzura ingenua, una frescura semejante al perfume de los bosques, un natural verdadero, verdad y naturaleza y hasta poesía, una poesía sin el estremecimiento de lo infinito, sin encanto misterioso, sin amargura, sin ironía, una poesía que goza de excelente salud. De ella ha disfrutado casi siempre nuestra zarzuela, y digo casi siempre porque si alguna vez ha padecido enfermedades y con frecuencia se la ha conceptuado en estado gravísimo y aun en peligro de muerte, su robusta constitución ha triunfado de todas las dolencias y ha salido de ellas más joven, más fresca que antes de enfermar.
»Los bufos, impuestos por la musa descarada, graciosísima de Eusebio Blasco, al inocularnos su veneno, nos dieron, en cambio, Robinsón y Un sarao y una soirée, y no cerraron paso a El barberillo de Lavapiés, ni a El primer día feliz, ni a La Marsellesa, ni a El salto del pasiego, ni a El anillo de hierro.
»Los teatros por horas encierran joyas musicales y no han puesto obstáculos a La tempestad y a La bruja, que señalan actualmente la transformación de la ópera cómica española.
»Las artes, como los individuos, conocen la lucha por la existencia, se hallan sujetas a las acciones y reacciones, a las desgracias, a las contingencias de todo linaje que afligen a la humanidad.
»La zarzuela no podía sustraerse a esa ley común y ha tenido sus vicisitudes, pero el pueblo la ha salvado en las grandes crisis y se mantiene en pie cuando la confusión reina en todas partes, cuando diríase que el arte parece hoy anonadado bajo la garra gigantesca de Richard Wagner.
»Dotada de ductilidad incomparable, eligió para su alma española el cuerpo que le imponían las naciones que han dictado las leyes al mundo musical. Italiana cuando Italia ejercía su soberano imperio, se plegó al corte de la ópera de Rossini, como más en consonancia con nuestros gustos.
»Los adelantos modernos no la han encontrado jamás indiferente, ha seguido paso a paso su desarrollo y se los ha apropiado en discreta proporción, siempre en la media tinta, sin sobrepasar los linderos de la claridad y la sencillez, que son sus condiciones esenciales. Cambia y no se altera, se ha transformado sin desnaturalizarse. Y ahí está todavía en el corazón del pueblo, ahí está, en ese trono que ha desafiado todas las revoluciones y ante el cual acuden los españoles todos sin necesidad de pedir audiencia.
»Ella es nuestra única conquista musical del presente siglo, y ella debe ser nuestro orgullo, porque nos pertenece, porque la hemos creado aquí, en el abandono, en la miseria artística, hemos logrado que su nombre sea conocido en toda Europa. En Europa, sí, porque las naciones europeas saben que existe en España la zarzuela como única y genuina manifestación de la música nacional. No conocen la cosa, pero conocen el nombre, lo citan con afecto, y hay en esas citas un tributo de respetuosa simpatía para nuestra patria, el saludo que cambian en alta mar buques desconocidos, de diferentes naciones, izando y arriando el pabellón.
»A pesar de la baja categoría a que pretenden reducirla muchos, amamos a la zarzuela y acudimos siempre a sus llamamientos con entrañable solicitud.
»Hace cerca de medio siglo que vive entre nosotros y que vivimos con ella, tan pronto regañados como en paz, dando razón al proverbio que asegura que los que se quieren mucho riñen con frecuencia.
»¿Queréis una prueba irrebatible de la fuerza de la ópera cómica española? ¿Queréis una muestra irrecusable de su vitalidad? Hela aquí: un intérprete entusiasta y empresario a la vez de la zarzuela, don Eduardo G. Bergés, tomó a su cargo durante la temporada 1890-1891 el teatro de la calle de Jovellanos.
»¿Sabéis cuál fue el resultado de esa campaña, que comenzó el 29 de noviembre de 1890 y terminó el 15 de junio de 1891? El resultado fue el siguiente: doscientas veintiocho representaciones, de las cuales correspondieron doscientas trece a zarzuelas españolas, desde Jugar con fuego, Catalina y El dominó azul hasta La Marsellesa, La tempestad y La bruja, y un ingreso total de trescientas cuarenta y ocho mil doscientas diecinueve pesetas con quince céntimos, para que el diablo no se ría de la mentira.
»En la actualidad existen dos teatros que cultivan el género, y en ellos se han contado por llenos las representaciones de las zarzuelas del antiguo repertorio. Es decir, que, transcurridos cuarenta años, el público madrileño rehace, según gráfica expresión de los franceses, una virginidad a Jugar con fuego, a Catalina, a Marina y a El dominó azul, y acoge con igual entusiasmo las obras de hoy, aquellas que representan la transformación de la ópera cómica en su forma más moderna.
»¿Y qué? ¿No es éste sumayor timbre de gloria? ¿Habrá quien se atreva aún a calificar de musiquilla la música que en la actualidad conmueve y deleita al público lo mismo que hace cuarenta años? ¿No indica esa longevidad la bondad y la fuerza de la obra? ¿No demuestra que el aroma popular ejerce siempre un atractivo irresistible y que, a despecho de los procedimientos de forma que envejecen forzosamente, queda robusta y viril en el fondo la sustancia del pueblo como imborrable sello del carácter español?
»Y es que la zarzuela nos recuerda lo que somos; nos reconocemos en ella; es un espejo que refleja nuestra fisonomía, donde nos vemos tal cual hemos sido y seremos siempre quizá, ligeros, versátiles, apasionados, hidalgos orgullosos y pobres, galanteadores por naturaleza, dadivosos por condición, con reminiscencias de devoto y trasuntos de guerrillero. Tenorios en apariencia, Quijotes en la realidad.
»La riqueza de nuestros cantos populares encierra en la zarzuela a toda la nación. La soleá y el polo, las seguidillas, el bolero y la jota subrayan en ella dos componentes de nuestro carácter: la indolencia africana, la gracia andaluza, el descaro del chulo, el garbo de la manola, la fiereza del aragonés.
»Los variados ritmos de la canción esmaltan el cuadro, lo abrillantan, crean en torno suyo un marco incomparable que sirve de estudio al crítico, de detalle al artista, de solaz y consuelo al pobre menestral.
»¡Dejad al pueblo que cante, y hacedle cantar vosotros, músicos y poetas españoles!
»A esa hermosa misión dedicaron su vida don Francisco Asenjo Barbieri y don Emilio Arrieta, los dos insignes maestros que ocupan en la Sección de Música de esta Academia preeminente lugar. La obra que han legado al arte patrio pertenece ya a la historia, y hoy puedo impunemente, sin adulación, ofrecer a los dos eminentes compositores el tributo del cariño, de la gratitud y de la admiración de toda España.
»Hijos del pueblo, el pueblo los ha hecho grandes, los ha inmortalizado, porque han cantado con él, han respirado con él y han extraído su esencia artística en plena efervescencia de la savia popular. Ellos personifican la ópera cómica española, ellos son los gloriosos representantes de nuestra música, los supervivientes de la antigua zarzuela».
La zarzuela, sustancia de la raza
«Sus obras –prosigue Peña y Goñi en el final de su ditirámbico discurso– contienen nuestra sustancia: en las páginas inmortales de Pan y toros y Marina, de Jugar con fuego y El dominó azul, late febrilmente, corre y se agita, como manifestación indeleble de nuestra raza, el carácter nacional.
»Barbieri, Arrieta, Hernando, Gaztambide, Inzenga, Vázquez, Oudrid, Camprodón, Vega, Olona, Picón, Frontaura, Larra, todos cuantos dedicaron a la zarzuela sus afanes, poseen una estatua en el corazón del pueblo español, todos merecieron bien de la patria, porque crearon para la patria un arte suyo, arte que no ha envejecido ni envejecerá nunca, porque podrá resistir los olvidos de la posterioridad al calor de las tradiciones populares...
»Tengo que hacer un esfuerzo para detenerme aquí, porque sé los deberes a que la actualidad me obliga. La zarzuela de ayer me pertenece y he hablado de ella sin rebozo. La de hoy está demasiado cerca para que me sea permitida tamaña libertad. Varios nombres, dignos todos ellos de consideración y de respeto, acuden a mis labios, y tengo que violentarme, sobre todo para omitir uno que todos los españoles pronuncian con entusiasmo y afecto, porque resume actualmente el movimiento, la vida moderna de la música española. No puedo escribirlo,me está vedado pronunciarlo. Hacedlo vosotros por mí y unid a los vuestros mis sentimientos de cariño y admiración.
»Termino, señores académicos, recordándoos lo que os dije en el comienzo de este discurso. El único título que puedo ostentar, al sentarme a vuestro lado, es el de entusiasta del arte, y ese título invoco para que juzguéis mi trabajo con benevolencia.
»Estudiando detenidamente el arte musical patrio, he podido apreciar en lo que vale la admirable labor de nuestros maestros al legarnos la ópera cómica española. Es, ya lo dije antes, la única conquista musical del presente siglo. Arte pequeño para algunos, lo es grande para mí, porque representa, en música, nuestra fe de vida, lo que podemos ostentar como patrimonio exclusivo nuestro, es lo que interesa, entretiene, deleita y entusiasma, es el pan artístico del pueblo, lo que alimenta de jugo musical a toda la nación.
»Privada de amparo en las esferas celestes, la zarzuela no ha molestado jamás a nadie con solicitudes de pordiosera porfiada; ha vivido y vive exclusivamente del favor del público, y a su sombra crecen y se desarrollan fuerzas considerables del país, que de otra suerte morirían en la inercia. Ésta es su mayor gloria, lo que da a la zarzuela carácter grande, poderoso, innegable de institución nacional.
»Día llegará en que el Estado lo comprenda, día llegará en que la Escuela Nacional de Música y Declamación, ese conservatorio de donde han salido Gaztambide y Barbieri, Fernández Caballero, Marqués y Chapí, caiga en la cuenta de que allí donde se educa al artista creador debe, a la par, educarse al intérprete.
»Todavía no estamos ahí y la zarzuela continúa abandonada por los gobiernos y relegada a una esfera ordinaria y vulgar por los linajudos del arte y la afición. Contra tal injusticia protestan estas líneas, en las cuales he procurado mostrar las grandezas que encierra lo que muchos conceptúan pequeño, en las cuales he querido enaltecer lo que algunos pretenden deprimir.
»Álcese mi voz humilde en este recinto y sea voz amiga, voz fraternal para los músicos y los poetas españoles que trabajan por el pueblo, confortando su ánimo, regocijando su espíritu, elevando el nivel de su inteligencia, haciendo, en suma, obra de cultura nacional. Y sea a la vez, señores académicos, cordial saludo que os dirijo, al disponerme a compartir con vosotros las arduas tareas que el Estado encomienda a vuestro celo y a vuestra ilustración.»
Un género en el que cabe casi todo
Si la zarzuela había sido la alternativa nacional a la ópera extranjerizante, el género chico se convirtió durante veinticinco años (1880-1905) en la alternativa a la zarzuela. Hijo de ella, se apoyaba en un público más extenso para el que era mucho más fácil asumir directamente comunicados que habrían sido considerados como plebeyos por las clases medias. Antonio Valencia caracteriza el género de este modo:
«Los esquemas de las obras del género chico, sometidos a limitaciones de tiempo y a la más efectiva de los gustos del público, no eran muy variados. Del mismo modo que en los entremeses del teatro clásico los había de negra, de rufián, de bobo y de vizcaíno, los libros del género chico tenían también tipos genéricos que no variaban. El sainete de costumbres madrileñas de los barrios populares, con todo su cortejo de chulería, desataba las iras del crítico catalán Yxart, pero dio un contingente abultado de obras en que resaltaban tanto el tipo de la bravía como el del chulo, de seguro efecto cómico, sobre todo si se combinaban sus aspavientos y barroquismos verbales con su prudencia en la reyerta como un miles gloriosus del barrio bajo.
»El tipo del paleto llegado a la corte, vivero permanente de gracias, hacía juego con los ambientes y tipos regionales vistos desde Madrid, auténtico centro del género. El aragonés, el andaluz, el murciano, el gallego, entre otros, aunque los dos primeros se llevaban la palma. El pintoresquismo gitano también rindió su cupo indispensable. Aún quedaba dibujar el tipo del cesante o del “fresco” o una mezcla frecuente de ambas cosas que iba a pasar al teatro cómico posterior llamado “astracán”. Y el ambiente militar o cuartelero también produjo réditos a los autores.
»Quedaba la historia, generalmente localizada en la guerra napoleónica, como otra fuente nada infrecuente, y quedaba la revista política de actualidad. Con lo dicho se cubre la casi totalidad de los motivos usados por los autores del género, si se les une a otro que dio grandes resultados, aunque por su propia esencia no dejó sino huella efímera. Nos referimos a la parodia, en que excedió aquel ingenio a ella dedicado que fue Salvador María Granés y que ponía en solfa bufa de género chico todo el teatro serio de la época, ya fuesen dramas, ya óperas. Lo mismo le daba hacer de La pasionaria, de Leopoldo Cano, La sanguinaria, que hacer de La bohemia, de Puccini, La golfemia. Las mismas obras del género chico, si eran afortunadas, llevaban aparejadas su correspondiente parodia bufa, porque Granés también tuvo seguidores. No hay que perder de vista que el éxito de El dúo de La africana, una de las obras más famosas del género, consiste en su carácter paródico del ambiente de la ópera italiana».
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